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Las ciudades del mundo enfrentan múltiples crisis interconectadas. Convivimos con los problemas de siempre. Hay errores en el diseño de puentes, calles y semáforos. Tuberías, redes eléctricas y canales de drenaje sufren por falta de mantenimiento o están viejos. Ocasionalmente caen palos de agua y hay apagones, trancones y algunas inundaciones. Pero también nos acostumbramos a problemas relativamente nuevos. Fenómenos climáticos extremos hacen impredecibles los vendavales, las olas de calor extremo, los deslizamientos de tierra y los incendios forestales.
Estudios sobre cambio climático, pandemias y recesiones económicas nos dicen que, debido a la densidad y ritmo de las ciudades, estas crisis no pueden resolverse de manera aislada y que las soluciones fragmentadas (que abordan apagones, cortes de agua, o trancones por separado) resultan insuficientes. Esto en parte porque estas redes y servicios están trenzados: dependen entre sí para su buen funcionamiento.
Servicios como el bombeo de agua y funcionamiento de acueductos dependen del buen servicio de la energía eléctrica. Una inundación puede afectar el tráfico, la luz, el internet. Las consecuencias de una interrupción pueden amplificarse y volverse cascadas de daños cada vez más graves. Por esto en días de mucha lluvia puede incluso colapsar parte o toda la ciudad. Como fallas en un elemento o una infraestructura pueden desencadenar un colapso mucho mayor, los gobiernos urbanos han conformado equipos bien pagos e interdisciplinarios que guían las respuestas de las instituciones. Y se habla así de estructuras y protocolos de mediación, gestión y preparación ante crisis complejas.
Sin embargo, si en lugar de concentrarnos en lo que pasa al nivel de la ciudad (con sus alcaldes y secretarías) desplazamos la mirada a los hogares, vemos otro ángulo de las mentadas crisis complejas. Si en lugar de poner el ojo sobre las infraestructuras municipales pensamos en las domésticas, vemos que más que ser responsabilidad de equipos interdisciplinarios, la mayoría de crisis cotidianas están en las manos de las mujeres.
En la Barranquilla metropolitana, por ejemplo, cuyas mayorías viven en barrios clasificados en los estratos 1 y 2 (aproximadamente el 45 % en 1 y 30 % en 2), son las mujeres las que median y gestionan las emergencias rutinarias. Algo muy similar ocurre en San Andrés donde comunidades de bajos ingresos, que representan más de la mitad del total de habitantes, carecen de acceso a agua potable y dependen del agua de lluvia y de pozos subterráneos poco profundos. Esto para no hablar de Buenaventura, donde aproximadamente el 90 % de los barrios son clasificados como estrato 1. En estas tres ciudades son las mujeres de varias edades quienes ponen el pecho a las fallas en techos de zinc, paredes de argamasa o madera, pisos inestables, pozos de agua, tanques, baldes. El aire cálido, las lluvias frecuentes y los materiales porosos contribuyen a la humedad y el moho al interior de las viviendas. Además, la lluvia y las aguas que se almacenan dentro y alrededor de la vivienda (debido a servicios de agua intermitentes) desencadenan otros riesgos para la salud, ya que el agua estancada interactúa con materiales en descomposición, microbios y mosquitos.
Las mujeres recogen agua y limpian baldes. Y friegan y revisan y consiguen plata para mandar reparar paredes y techos que se agrietan, pudren, deterioran y desmoronan. Las crisis más comunes (y quizá las más imperceptibles a medios y círculos políticos) se desarrollan y se propagan en cascada dentro del hogar y el barrio popular. Las mujeres, responsables de diferentes procesos para asegurar agua potable para la familia, lideran la lucha contra las aguas que consumen los cimientos de las viviendas y su trabajo, que es íntimo y es político, pasa de agache, sin sueldo ni reconocimiento.
